martes 19 de marzo del 2024

El modo mundial, ese que nos idiotiza

¿Jugar mal y ganar o dominar el partido los 90 minutos y perder? Por qué nos aferramos más a la cábala que al buen juego. Análisis de un sábado futbolísticamente patético. Galería de fotosGalería de fotos

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El Universo debería dividirse entre aquellos que creen que los mundiales se crearon para ganar partidos de cualquier modo y aquellos que pensamos que, justamente en un Mundial, es donde deberían nacer las leyendas, triunfar los que realmente lo merecen y los que mejor juegan el juego y aspiran a trascender; ya no a transcurrir.

De tal modo, sería más fácil darles sentido a estas líneas. En todo caso, con lo fácil que es distribuir artículos a través de un mailing, evitaríamos discutir con quien no hace falta y podríamos desarrollar algún análisis sin que un número lo atraviese todo.

Todas las enciclopedias aseguran que Pitágoras nació antes que Johan Cruyff. Ninguna adosa un apéndice que aclare que, no por eso, hay que darle sentido matemático a un juego atlético e intelectual entre presuntos seres humanos. A ningún fundamentalista del resultado –mucho menos a un experto en números– se le ocurriría admitir la posibilidad de que, por más que dos más dos sea cuatro, merecería ser cinco. O siete. Sin embargo, cuando de fútbol se trata, no dudan en circunscribir y/o condicionar todo análisis al resultado final.

Tantas cosas suceden antes de que la tele muestre la placa final y el intercambio de camisetas, que este ejercicio reduccionista se acerca más a la lógica del juicio a Campagnoli que a una práctica deportiva. Yo me quedo plantado en mi lógica resultadista –fundamentalmente cuando gano– del mismo modo que, si sumo la mayoría de los votos, decido lo que se me cante el culo, se ajuste a derecho o no.

En un sábado futbolísticamente patético, frustrante e invasivo –resolví no demorar en ponerme a escribir porque siento que el entripado no se me irá ni mañana–, la Argentina se aseguró el pase a octavos. Y eso, en un Mundial, amerita que, por lo menos, moderemos la crítica a cuenta de un torneo que, a los tropiezos, jugando mal y messidependientes, finalmente nos acerque a la gloria.

Siento que muchísimos argentinos viven una Copa del Mundo mucho más desde la óptica del inclasificable subcampeonato del ’90 que desde los títulos de 1978 y 1986. Es decir que viven cada junio/julio cuatrienal aferrados infinitamente más a las cábalas, los albures, las tácticas indeseables y hasta las trampas que a la posibilidad de buen juego al que deberíamos aspirar desde una tierra mucho más fértil en talentos que lo que finalmente vemos expresado en nuestros seleccionados.

Subidos al bondi del oportunismo, la indigerible victoria ante Irán tiene otro color. Como la vida misma, en el fútbol también suele ser la negación una herramienta eficaz para pasar el momento. Tanto como, diluido el mal trago, despedaza cualquier posibilidad de aprender o modificar errores.

Como un Mundial es otra cosa –admítanlo: su sábado terminó siendo tan amargo como el mío por culpa de 90 minutos odiosos–, no pareciera haber mejor bálsamo que aferrarnos a la estadística para dar vuelta la hoja y borrar el archivo que pusimos a grabar con tanta ilusión.

De tal modo, nos olvidamos de la impotencia colectiva y del dolor que provoca ver vulgarizados a fenómenos como Di María, Higuain o Agüero. De que en el reino de Messi la figura fue Romero y de que esta Argentina fue un equipo en el que, en la mayoría de sus 11 pares de pies, la pelota carece de destino. De un técnico que no tuvo ni idea de cómo modificar un universo de abulia e imprecisión y de que aprendimos nombres iraníes a fuerza de pánico.

¡Qué tanto cuestionamiento si, al final de cuentas, nosotros estamos adentro mientras los españoles y los ingleses juegan el tercer partido por la nada misma! Si los uruguayos y los italianos tienen que romperse los cuernos mano a mano para –apenas– ser uno de los 16 que siguen hasta la semana próxima y hasta los brasileños todavía tienen que sumar para clasificarse.

Es más. Hasta postergaremos la hora de salir a cenar para ver si empatan bosnios y nigerianos. Porque, ¿sabés qué? Si eso pasase, no sólo estaríamos clasificados sino que habríamos ganado el grupo. Y, decime, ¿qué otro equipo ganó el grupo antes de jugar el tercer partido?

Así, la tarde va mejorando. Deja de importarme que, tras el fiasco del 5-3-2, haya fracasado el 4-3-3 y no tenga ni idea de cómo harán Sabella y sus muchachos para despejar el temporal de dudas que invadirá Cidade do Galo. Además, Messi sigue siendo argentino, aunque no cante el Himno.

Ya está. Voy logrando ponerme en modo Mundial, ese que nos idiotiza como si Jessica Alba estuviese cruzando desnuda por nuestro living, guiñándonos un ojo.

Un poquito más y dejaré en el olvido a aquel torpe y amargo cronista que fui cuando el final del Mundial de Italia me encontró cubriendo Wimbledon y no supe festejar como corresponde a un argento de ley la más absurda contradicción entre estética, audacia y resultado de la historia del fútbol.

Asumámoslo. La historia, aquella del ’90, deja en claro que cada vez que llegamos bien, terminamos mal. Y que el asunto no es ver cómo lograr armonía entre los jugadores, sino que me den el banco y el vestuario de la cábala.

(*) Publicado en la edición impresa del diario PERFIL.

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