Además de sus méritos deportivos para ser el nuevo técnico de Boca, Gustavo Alfaro sedimentó, a través de los años, otro mérito que sin dudas lo posicionó para estar donde está ahora: el de correrse de ciertos lugares comunes a la hora de declarar, el de declarar con consistencia y el de analizar críticamente el mundo al que pertenece hace 25 años: el mundo del fútbol espectacularizado.
El ejemplo que todavía está fresco es su conferencia de prensa, aún como técnico de Huracán, en la que alertó el robo colonizador que suponía jugar la final de la Libertadores en Madrid: "Veo que entre todos estamos destruyendo un ícono como es el River-Boca. Estamos permitiendo que no lo podamos organizar en nuestro país cuando teníamos el orgullo de decir que íbamos a jugar una final los dos equipos más grandes del fútbol argentino", dijo en noviembre, en una conferencia que se hizo viral en apenas unas horas.
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Menos de dos meses después, Alfaro quedó en el centro de la escena, pero no por lo que dijo o analizó, o por cómo le fue a su equipo, sino por su decisión de aceptar el ofrecimiento de Boca y despedirse de Parque Patricios con el rótulo de traidor. Acaso uno de los peores rótulos que pueden colgarle a una persona.
En la presentación oficial en Boca, Alfaro se defendió de esa acusación hasta con un machete del artículo 88 de la Ley de Contrato de Trabajo, luego de que el periodista Waldemar Iglesias, del diario Clarín, le hiciera la pregunta que había que hacerle, quizás la única que tenía sentido en todo ese circo conformado por periodistas condescendientes, hinchas aplaudidores y dirigentes devenidos en maestros de ceremonias. "En días no tan lejanos usted se quejó de que en la AFA y en muchos clubes no se respetaban los contratos y los proyectos. Y que todo eso le daba asco. ¿Cuál es su sensación ahora que, de algún modo, con su salida de Huracán y con la llegada a Boca deshizo todos esos enunciados?", preguntó Waldemar Iglesias.
Alfaro admitió que la decisión fue controvertida, pero se defendió desde el punto de vista legal, lo cual es válido y para muchos lo único que importa: él no deshizo lo que había firmado, sino lo que había dicho. Su contrato en Huracán no tenía cláusula de rescisión, le ofrecieron un mejor trabajo y, desde su condición de trabajador, decidió aceptarlo. Listo.
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Eso, con cualquier otro técnico, quizás no hubiera generado tanto ruido. Pero con Alfaro, un hombre que supo convertir su palabra y su retórica en una herramienta de comunicación y de divulgación fabulosa, provocó un zumbido. Hubo una ruptura sobre su otra condición: la del técnico que baja un mensaje distinto al que hegemoniza el mundo del fútbol.
La filosofía kantiana no aceptaba la ética hipotética porque aquello que para algunos era un premio (Alfaro y la promesa a su padre de llegar "a lo más alto"), para otros podía ser un castigo (los hinchas de Huracán que escucharon una promesa que luego no fue cumplida). De ahí su imperativo categórico, su autolegislación moral y su deber por el deber: no actuar en función de intereses o el beneficio personal, sino hacer lo que uno cree que todos deben hacer. Para Alfaro, hasta hace algunas semanas, el "vale todo" era una cuestión a combatir. Ahora, el "vale todo" lo llevó a Boca.
Por esa razón, que se lee en Kant o se escucha en la parrillita de Amancio Alcorta y Manuel García, su llegada a Boca tiene un problema ético y moral, no legal. Y es un doble problema porque él, hace poco y hace mucho, se jactaba de ser un guardián de todo eso: de la moralidad y de la humanidad en un ámbito cada vez más inhumano, donde lo que prima es lo material, lo rápido, lo estético. Lo que siempre se termina imponiendo, de acuerdo al ejemplo que nos dio Alfaro. Más allá de lo bien que queda citar a Borges o remitirse a la Ley de Contrato de Trabajo.
(*) Esta nota fue publicada en el Diario PERFIL.