La canchita de la vuelta de casa está vacía. No la vi, por supuesto que no la vi, pero la intuyo vacía. La canchita está dentro de una plaza, pasando los juegos de niños y niñas, al costado de las mesas de cemento para picnic. Siempre está ocupada y cada tanto hago una escala técnica. Me planto de este lado del alambrado de rombos para ver. Aunque a veces se trenzan algunos adolescentes, por lo general hay pibes y pibas. Y mientras ellos juegan, yo juego a descubrir a un futuro crack. Trato de pronosticar un buen pisador, un enganche talentoso, un asistidor. Jamás me enteraré si acerté.
Ahora la canchita debe estar vacía. Seguro que está vacía. La imagino cubierta de hojas secas, tierra y silencio. Eso: silencio. Es la peor imagen que puede ofrecer: la postal de una cancha muda es insostenible. Cualquiera que haya pisado un campo de juego vacío sabe que lo más llamativo es el silencio. Uno de papi o de un estadio mundialista, da lo mismo. Una cancha tiene jugadores, una pelota, dos arcos y gritos. Si falta alguno de estos elementos nada funciona.
El silencio es una despedida melancólica, es agonía, nostalgia que se desparrama sobre esas baldosas sin botines. Quién sabe cuánto faltará para que se destierren los barbijos y vuelvan las camisetas de Messi, para que se extingan las colas con distancia reglamentaria y reincidan los amontonamientos detrás de una pelota. Mientras tanto, a bancarse la abstinencia. Porque la cuarentena también es esto: una canchita vacía a la vuelta de casa.
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