A un amigo se lo despide en silencio. Con respeto, con una pena que estruja por dentro. Porque cuando el sentimiento es genuino, no hace falta sobreactuar. Nada de llanto vehemente ni de lágrimas incontenibles. Solo la certeza de que el dolor es menos doloroso cuando se comparte.
Así está la cancha de Argentinos Juniors. No hay lágrimas: hay angustia. Y un silencio aterrador. Cientos de personas se juntaron de manera espontánea solo para estar juntos, para hablar con el de al lado, para compartir la tristeza.
La calle Boyacá está cortada a una cuadra del estadio, como en los días de partidos. Para llegar al santuario hay que compartir una breve peregrinación entre miradas afligidas y gestos apenados. Nadie lo nombra, no hace falta: cada uno sabe por qué está ahí. El que provoca semejante devoción no es un santo ni un apóstol ni un papa: es el mismísimo D10S.
De a poco se va armando el altar. Está en la vereda, debajo de un mural hermoso. Acá, en esta pared, en estas pinceladas, Diego es joven, tiene el pelo largo y la mirada desafiante, como el Che en la foto de Korda. En esta pared sobre la calle Boyacá, Diego es inmortal. Y justo debajo de este Diego eterno la gente empieza a dejar sus ofrendas.
Se acercan de a uno, depositan algún objeto y se retiran con el más absoluto respeto. Hay velas, muchas rojas, algunas blancas, posters, fotos, camisetas. La gente del Bicho empieza el duelo en el estadio Diego Armando Maradona. El primer adiós ocurre en el lugar donde comenzó la magia.
Hay pibes y pibas que ni siquiera habían nacido cuando Diego jugó su último partido, pibes y pibas de veintipico que solo registran a un señor pasado de kilos que le costaba caminar y hablaba con dificultad. Pero están acá y lo sufren y lo reconocen y ya empiezan a extrañarlo.
Cada tanto el silencio se rompe. Un murmullo avanza, crece y se impone: “Olé, olé, olé, olé, Diegoooo, Diegooooo”. Aplausos. Uno grita: “¡Diego no se murió!”. Más aplausos. Los gritos se diluyen y otra vez vuelve el respetuoso silencio. Son desahogos. Impulsos. El eco de esa música que tanto sonó en estas tribunas.
Un muchacho exhibe una camiseta por la que evidentemente siente orgullo: una réplica de la que usó Diego el día del debut, en octubre del ‘76. Es roja, con la banda blanca y el 16 en la espalda. Ese número marcó el comienzo de todo, y hoy tiene más sentido que nunca.
Un pibe se acerca al altar con una Copa del Mundo. Es dorada, brilla, debe tener el mismo tamaño que la original. La deposita entre ramos de flores, fotos y velas. El pibe se retira y mira al cielo. El gesto impone aplausos. Ahí está todo: un mural, una copa del mundo, el amor de su gente.