Periodista
Si esta semana alguna encuestadora hubiera hecho un sondeo de opinión entre hinchas de Racing, la conclusión hubiese sido contundente: a diferencia de lo que ocurría en las últimas ediciones de la Libertadores, esta vez no hay ninguna ilusión de ganar el torneo continental. No es un estado de ánimo: es la consecuencia de seguir de cerca al equipo de Juan Antonio Pizzi.
Si hay cuatro o cinco candidatos a ganar esta Libertadores, Racing no está en ese lote. Algunos podrán decir que es una opinión, que el fútbol es impredecible, que todo es opinable, que el presente puede darse vuelta en menos de una semana, pero se trata de una realidad incontrastable: Racing no ilusiona porque no juega a nada.
No tiene creatividad, no tiene disciplina táctica, no tiene elaboración de juego, no tiene efectividad. Nada.
Es un compendio de buenas voluntades que no conforman un equipo, que no logran sostener una idea, y que dependen de los espasmos de talento de algunos de sus jugadores para hacer un gol, o al menos para elaborar alguna jugada.
Copetti, en ese sentido, se transformó en la bandera de este tiempo: es el símbolo del esfuerzo y de la garra en medio de la abulia. Pero el problema es que Copetti es delantero, no mediocampista. El Payaso Lugüercio de esta época.
Se podrán debatir las razones de este presente. Se podrán hacer decenas de programas de análisis y chicanas, pero lo cierto es que el equipo lo valida en cada presentación.
Esta noche, en Montevideo y ante Rentistas, volvió a suceder lo que había sucedido contra Aldosivi en Avellaneda, contra River en Santiago del Estero o contra Arsenal en Sarandí. Cuando tiene que mostrar alguna jerarquía –ya sea de carácter individual o colectivo-, el Racing de Pizzi defrauda.
Es cierto: el cabezazo de Cáceres, sobre la hora, diluyó lo mal que jugó Racing. Pero conformarse con eso sería no ver la crisis que asoma en el club.
¿Es responsabilidad de los jugadores? ¿Del técnico? ¿De la dirigencia? Por supuesto que es una cadena de errores que derivó en esta realidad opaca, en esta falta de entusiasmo que se extiende por todo el mundo racinguista.
Pizzi está desorientado. En cada decisión, en cada cambio que plantea, queda evidenciado. No logra amalgamar a los jugadores, que se pierden entre la intrascendencia (Rojas, Melgarejo), la desesperación (hoy Sigali) y la voluntad (Copetti, Miranda).
El presidente Víctor Blanco también es responsable. En tres meses, el club quebró su proyecto futbolístico. A la salida de Diego Milito le siguió un #hagamosloquepodamos, sin un coordinador o una cabeza que observe el mapa más amplio. Porque el Mago Ruben Capria no llegó para reemplazar a Milito, sino como respuesta política al cimbronazo que significó la salida del ídolo.
La respuesta, ahora, más que política debe ser futbolística. Y lo grave es que ya nadie espera que llegue rápido. O, al menos, que alguna vez llegue.