jueves 18 de abril del 2024

Felicidad por la felicidad ajena

El River de Gallardo es un equipo extraordinario, con un principio de identidad basado en sacrificarse para tener la pelota.

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Lo que conocemos como envidia no es otra cosa que un sentimiento de celos vinculados a la propiedad. La mujer del prójimo, el auto del prójimo, la mansión del prójimo, como todo lo que no tenemos, despierta ese tipo de celos patrimonial que los hinchas de Boca afortunadamente nunca experimentamos.

¿Envidia de quién? ¡De River! No conozco ese sentimiento porque ser hincha de Boca es, de algún modo tener desde el vamos la mujer, el auto y la casa del prójimo. Pero también juega sus cartas la cuestión de la justicia como distribución de felicidad. Si Boca fuese campeón siempre, nos sentiríamos como esos seres despreciables que entregan su vida para entrar en la lista de ricachones de Forbes.

Tener -sobre todo tener mucho- no es otra cosa que quitar, y nadie con un umbral mínimo de buena fe quisiera quedarse con toda la felicidad que produce el fútbol, del mismo modo en que ningún masoquista, por resistente que sea, quiere quedarse con todos los castigos.

En Boca abundan las copas y en River estaban faltando llamativamente, de modo que bienvenidas sean para contrapesar en términos de consuelo la diferencia abismal que nos separa. Pero en este caso asumo que, inexperto en el metier de la envidia, en cambio me hace feliz la felicidad de los demás, dicho esto sin una gota de ironía. Muchas personas queridas festejaron el triunfo de River. ¿Qué mente retorcida hubiera querido arruinarles el pastel?

Despejado el aspecto sentimental del caso, si vamos a lo estricto como hincha generalista del fútbol, asumo sin ningún esfuerzo que el River de Gallardo es un equipo extraordinario. Su obra, como ocurre con el arte que se vuelve clásico, es ambiciosa y modesta, respeta la tradición de su club (porque juega bien) y al mismo tiempo la invierte hasta rozar sus antípodas (pone como Boca, con lo que usurpa la tradición antagónica); y tiene un apego por los medios que utiliza que sólo puede compararse por su desapego cuando las circunstancias lo obligan a desdecirse, aunque siempre pendiente de la idea de que el fútbol es un juego en que un equipo debe parecerse a un organismo inteligente, plástico y, sobre todo, capaz de sobrevivir por la gracia de la mutación.

River recupera la pelota con un énfasis que conmociona al rival. En cada quite lo derrota. Son como pequeños knock outs. Reflexionemos un poco sobre cómo lo hace y veremos que en esos momentos sucede algo parecido a otro deporte, un tipo de arte marcial de un solo golpe que lleva las cosas a otra dimensión.

Después de ese shock, el equipo orquesta un segundo movimiento, que es el del despliegue supersónico de laterales que trepan por las bandas, diagonales de delanteros sobre las espaldas de los centrales, volantes que se lanzan al vacío, entre otros movimientos de escape hacia el arco contrario. En una palabra: potencia.

Tanto en los recursos de quite como de despliegue, el principio de identidad del equipo es el de sacrificarse para tener la pelota. Pero no sólo para acercarse a ella, no para merodearla como un voyeur, no para adorarla como un bobo que mira y no toca sino como para extraerla como una muela, tenerla, apoderarse del tesoro y correr con él como si se hubiera desvalijado un banco. Compartir la pelota es lo único que el equipo de Gallardo no puede soportar. Pero ¿quién es capaz de quitársela?

(*) Escritor, hincha de Boca.

(*) Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil.