¿Por qué habría un futbolista, en su sano juicio, salvado económicamente y con múltiples opciones, arriesgar el reconocimiento eterno conseguido en una cancha para sentarse a debatir en los escritorios de una institución con pares pero que simbólicamente están lejísimo?
Los miembros de comisión directiva de un club, llegan a esa mesa en distintas condiciones y no necesariamente buscando todos el mismo fin. Pueden llegar por: amor al fútbol, a los colores, en búsqueda de contactos, exposición pública, con deseos de poder, para usarlo como trampolín a la política estatal u otras tantas opciones.
Para alejarlo aún más de la intención de compartir esa mesa con pares y no tan pares, están las historias de ídolos caídos en desgracia en las décadas pasadas Daniel Passarella en River o Carlos Babington en Huracán que pusieron en riesgo su idolatría y la perdieron. Siguen siendo recordados, obvio; pero no de la misma manera. Entonces, ¿por qué arriesgarse?
Para evitar esos problemas, los exfutbolistas con vocación transformadora encuentran un plan B en el puesto de manager. Especialmente aquellos que tuvieron la chance de jugar afuera y palparon la relevancia que estas posiciones tienen en otras latitudes, especialmente en Europa.
Pero las cosas en la Argentina son distintas. Los clubes no son sociedades anónimas que tienen que mostrar rentabilidad económica, son sociedades civiles y en la rentabilidad aparecen otras contraprestaciones que no existen en los clubes empresas. Porque en nuestros clubes el puesto de autoridad no está en venta, no es permanente, sólo se sostiene con votos.
Probablemente, la situación de Diego Milito sea la más fiel representación de la liviandad del rol del manager. En Racing pende de un hilo la permanencia de su máximo ídolo de los últimos cincuenta años, habiendo hecho las cosas muy bien.
Que Milito es el máximo ídolo actual, no lo afirma quien escribe, que apenas pasó unas cuantas veces por el Cilindro de Avellaneda para enfrentarlo. Lo dice la calle. Lo dice el hincha. Lo dice mi amigo de la infancia Carlos, enfermo de Racing igual que sus tres hijas Solcito, Juana y Clara, que no se pierden ni un partido. Lo dice el prolífico Alejandro Wall, autor de dos libros incunables como “Academia, carajo” y “Ahora que somos felices”. Lo dicen todas y todos. Lo dicen todes.
Ganó dos títulos. En las dos oportunidades, rompiendo la inercia negativa del club y cortando rachas. Entremedio, estuvo en la Selección argentina, jugó en España, jugó en Italia y salió campeón de la Champions. Poco después, colgó los botines y dos años después lo nombraron “secretario técnico”. A él no le gusta autodenominarse manager pero en la Argentina, no hay “secretarios técnicos” y los que ocupan la función que él desempeña (casi todos con mucha menos injerencia diaria que la de Diego en Racing) son llamados “managers”.
Milito aportó las ideas innovadoras y coordinó los grupos de trabajo que transformaron Racing. Desde los softwares y los sistemas de scouting, pasando por la renovación de las estructuras edilicias y los lugares de entrenamiento, hasta la contratación del recurso humano: entrenadores, auxiliares y jugadores.
Aún así, de ninguna manera se puede afirmar que Diego Milito conduce Racing. Milito apenas trabaja en Racing. Milito es un empleado y así como los entrenadores, que también son empleados, toman consciencia de su escaso poder cuando no les traen las contrataciones deseadas, el manager asume su realidad cuando quiere emprender grandes decisiones o separar dirigentes de sus funciones y nada pasa.
Probablemente, recién ahora esté sintiéndose efectivamente que estatutariamente no es nadie en Racing, pese a todo lo que simboliza. No puede emprender la obra que sueña para el predio de Ezeiza. No puede correr a un dirigente de la lista ni de la práctica. Le filtran como rumores que los Barros Schelotto van a ser los reemplazantes para Beccacece y su proyecto. Lo suyo terminó siendo un maquillaje muy bueno pero fuera de la mesa real de las decisiones. Y así lo va a seguir siendo los próximos años, salvo que haga algo.
Para otros ídolos, lo que pasa con Diego Milito es una muestra más de que más allá de lo que simbolicen, el puesto de manager tiene techo bajo. No dejás de ser un empleado. Si realmente querés dejar huella y transformar, tenés que poner los pies en el barro: como lo hicieron Verón y Riquelme.
El miedo a bajar del bronce es lógico, porque una vez que tocas el lodo, ya no hay vuelta atrás. A partir de ahí, la única forma de volver a subir es yendo hacia adelante y logrando algo similar pero desde las oficinas. Poniéndole mucha cabeza y brazos para remarla, negociando votos, preocupándote por otros deportes, teniendo que lidiar con intereses de hincha e hinchada y, para colmo, dependiendo de los pies ajenos que patean y gritan los goles en el lugar que un día supo ser tuyo.
Diego Milito, en Racing, empujó el techo todo lo que pudo y más allá de lo imaginado, pero ya tomó consciencia que no sube mucho más. ¿Se animará a matar al manager? Dotes de dirigente, no le faltan.