“Para el rebelde, más que para el resto del género humano, es absolutamente necesario conocer el amor; darlo, aun más que recibirlo y serlo, aun más que darlo”.
Henry Miller (1891-1980); de “El tiempo de los asesinos” (1952).
La Selección ganó, sin Messi. Sin embargo, algunos jugadores perdieron. En general, no me entusiasman los amistosos, y en particular me parece de una enorme liviandad juzgar a un profesional por un día de rendimiento. En fin. Es lo que hay.
Sampaoli habrá sacado sus conclusiones. Yo me aburrí bastante. Me gustó Lanzini –recuerdo la primera aparición pública de Gallardo, recién llegado a River en 2014, protestando por su sorpresiva venta; Willy Caballero, otro buen arquero suplente de la Premier para el Mundial; los dos centrales y algo de Tagliafico. Lo Celso puede ser, pero Dybala es; Di María sufrió mal de ausencia y a Higuaín lo fastidió su amigo Buffon. No hubo mucho más que eso.
Ahora, con permiso de Sampaoli, sus 220 voltios, el Mundial, Putin y la dorada copa, pienso escribir sobre René Houseman, el crack imposible. El genio que, en lugar de habitar en tentadoras lámparas de metales preciosos, eligió vivir en las viejas latas de su barrio pobre.
Si Henry Miller era un patriota del distrito 14° de Brooklyn, Houseman lo fue de la villa del Bajo Belgrano, arrasada antes del Mundial 78 por el brigadier Cacciatore, el intendente de facto alguna vez elogiado por Macri en sus comienzos como Lord porteño. Sus topadoras le evitaron al turismo el desagradable paisaje de la pobreza.
Tenía 18 cuando volvió locos a todos los laterales de la Primera C y llevó a Defensores de Belgrano, el rival de su amado Excursionistas, a la división superior. Enseguida le llegó una citación del Huracán modelo 73 entrenado por Menotti. Querían probarlo. “Esperaban un tipo lleno de músculos y aparecí yo, una laucha que pesaba 40 kilos mojado, al que le decían Hueso. Pero agarré la pelota y los saqué a pasear a todos”. Sus futuros compañeros pensaron que podían revolearlo al primer cruce. Error. No se la podían sacar. Era un mago, un fenómeno.
Por alguna razón, esos wines derechos de época eran 7, diestros y locos, mientras los 11 zurdos eran poetas, como el Chueco García. Houseman, wing wing y loco loco, repetiría las trágicas parábolas de Corbatta y Garrincha: genialidad-decadencia-olvido. Poner el acento en el gol que, borracho, le hizo al River de Fillol luego de festejar el cumpleaños de su hijo hasta las 11 de la mañana me parece algo miserable. Es hacerle un guiño al asesino. El alcohol fue el gran culpable de haberlo desalojado del lugar que merecía: el podio de los mejores del mundo.
No lo ayudaron. Siempre dicen eso cuando es demasiado tarde. Aun aceptando que su caos personal era constitutivo, que solo de esa manera lograba su crecimiento y autodestrucción, del cielo al infierno, la vida fue demasiado cruel con él. Llenó su rostro de arrugas profundas y melancolía infinita. El cuerpo le cobró todas las viejas deudas, una por una. No le dio tregua.
René era guapo. Volaba sin red, provocaba a los leones sin látigo, sostenía duelos con caballeros de hierro sin armadura. Medias bajas y pantalón cortito: ese par de piernas flacas, desnudas, indefensas, lo creaban todo. Corría con las rodillas juntas, algo encorvado, picando y frenando solo para volver a acelerar. Enganchaba hacia adentro, hacia afuera, desbordaba, o repetía el truco para encarar en diagonal. Era absolutamente impredecible. Un solista virtuoso.
En Huracán convirtió 109 goles en 277 partidos. Verlo tocar con Brindisi y Babington era lo más parecido a la felicidad. Ese equipo nació en la fugaz primavera camporista, y por eso la hinchada bramaba: “¡Lo dice el Tío / lo dice Perón / hacete del Globo / que sale campeón!”. Lo fueron, nomás; con baile.
Su Mundial fue el de 1974, en Alemania; en un equipo dirigido por tres técnicos peleados entre sí, arrollado por la mejor Holanda de la historia. Hizo tres goles, uno a Italia, y el mundo se fijó en él. Hubo ofertas y, dicen, Huracán no lo quiso vender. Igual, René no imaginaba una vida lejos de sus amigos, de la canchita villera de Pampa y Ramsay donde iba a jugar los sábados a la mañana, huyendo de la concentración de Huracán o de la Selección, lo mismo le daba.
Orgulloso de su origen cuando el peor insulto entre pobres era “villero”, se adelantó dos décadas al fenómeno de la cumbia, primera manifestación cultural de clase desde la aparición del tango prostibulario, nacida en los años 90, cuando las villas fueron más miseria.
Llegó al Mundial de 1978 con lo justo. No brilló, pero entró y metió el quinto contra Perú, el partido del 6 a 0, la sospecha, los aprietes y la bomba en la casa de Juan Alemann, que como ministro de Hacienda había criticado los gastos del Ente Autárquico del ex almirante Lacoste. Así se saldaban las internas en esos años de plomo.
“Yo no sabía lo que pasaba, si sabía no jugaba”, dijo, con los años. En 2008, a treinta años de esa final, estuvo en River, con Luque y Villa, en un partido homenaje a los desaparecidos llamado La Otra Final, junto a las Madres y organismos de derechos humanos.
Houseman nunca pensó en ser técnico. Decía que su inteligencia no le daba para enseñar ni para explicar cómo y por qué jugaba. Sobrevivía con la pensión que la AFA le concedió por ser campeón del mundo. Nunca se preocupó por el dinero. Lo que tuvo lo gastó.
Houseman murió menos pobre de lo que afirman los ensimismados con el modelo sensiblero del idiota manso que mira los pajaritos y sueña, siempre a contramano de la realidad. Houseman fue instinto puro, no un idiota. Al contrario. Fue un rebelde, un inadaptado, en el mejor de los sentidos. Hizo lo que quiso y lo que pudo, bien o mal, sin traicionarse. Le alcanzó para ser amado. Nada menos.
Murió más rico que muchos, tan llenos de cosas que se pueden comprar, o vender.
(*) Nota publicada en el diario PERFIL.