sábado 27 de abril del 2024

Arriesgó su corazón y perdió

Hace una década, Gabriel Riofrío fallecía en plena cancha por una arritmia ventricular severa. Tenía sólo 23 años. La dolorosa historia.

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Hacía calor en Sunchales aquel domingo de enero. El partido estaba casi definido. Quedaban cinco minutos y 19 segundos. Libertad, que ganaba 79 a 55, corría en transición ofensiva mientras Estudiantes (BB) intentaba acomodar su defensa. Todo sucedió en un segundo. Gabriel Riofrío, 23 años, se desplomó de la nada, sufrió convulsiones, entró en un paro cardíaco y el partido se detuvo. “Si bien no parece grave, no se mueve”, destacaba un relator radial. Los médicos locales corrieron a atenderlo, mientras sus propios compañeros y rivales improvisaban fórmulas para darle aire. Un extranjero visitante, Deon Watson, descolocado por la situación, comenzó a rezar y Esteban Pérez, hoy retirado, le tomaba la cara para reanimarlo. El Hogar de los Tigres estaba en absoluto silencio, convulsionado. Rápidamente, al ver que la reacción no llegaba, se lo llevaron a una clínica de Sunchales. El partido siguió sin ningún atractivo (terminó 94 a 65 para Libertad) y cuando faltaban 30 segundos para el final, los jueces decidieron suspenderlo porque los compañeros de Riofrío, que ese día cumplía su juego número 300 en la Liga, estaban desesperados por ir a verlo.

Daniel Rodríguez, DT de Estudiantes, había quedado tan alterado que, al llegar al hospital, debió ser atendido por sufrir un shock emocional (luego, confesó que aquel fue el peor golpe que recibió en su vida como entrenador). Pero la situación no tenía retorno. El cordobés estaba muerto: arritmia ventricular severa. Diez años más tarde, nadie comprende todavía qué fue lo que pasó. Ya que, si bien se sigue tratando el caso como una tragedia, también es cierto que Gabriel tenía problemas cardíacos desde los 16. Y que nadie se hizo cargo. Hubo negligencia de Estudiantes (que ignoró parcialmente el estado de su salud y, además, viajó al partido de Sunchales sin ningún doctor en la delegación), del médico personal del chico (Gustavo Chazarreta) y del propio Riofrío. Porque a Riofrío no le gustaba hacerse chequeos ni que le hablaran de su problema, aun sabiendo los peligros que corría. No quería saber nada con el asunto. “Voy a morirme en una cancha”, le había dicho a su madre (por lo extenuado que quedaba tras los partidos) días antes de que muriera en una cancha.

Hijo del ex jugador Guillermo Riofrío (pivote sanjuanino, jugó en varias selecciones nacionales durante la década del 60 y tuvo un paso por Italia), este alero llegó a ser considerado uno de los grandes proyectos del básquet argentino. Por citar un ejemplo, en el Mundial Sub 22 de Australia, de 1997, los reclutadores de la NBA preguntaban siempre por él y nunca por Emanuel Ginóbili (misma generación). “Era un desafío tener un jugador de su potencial, por su inmenso talento. Tenía un físico hecho para jugar al básquet. A esto se le sumaba que era una persona fuera de serie, muy educado, casi que te lo querías llevar a tu mesita de luz”, afirmó Sergio Hernández tiempo después. Oveja, por ese entonces en Estudiantes de Olavarría, estuvo en el entierro junto a su plantel, parte del de Atenas y el de Estudiantes de Bahía.

A una década del suceso más trágico de la historia de la Liga, se puede afirmar que los controles generales crecieron, aunque no  demasiado (si bien ahora el tema está reglamentado por la Asociación de Clubes, muchos extranjeros llegan y juegan sin grandes chequeos), y que nadie jamás olvidó a ese cordobés elegante y un tanto displicente, que tenía todo para llegar a la cima. Pero terminó muerto en el parqué de Sunchales.