Durante muchos años tuvimos un pacto. Era un acuerdo tácito, invisible porque elegíamos no verlo, aunque sabíamos que existía y de qué se trataba. El pacto, de algún modo, decía que lo que para nosotros era una pasión, un sentimiento irracional convertido por la costumbre en una religión pagana, para otros era un negocio que los hacía millonarios, una vía de acceso a los círculos de poder, un trampolín para edificar sus apellidos en otros ámbitos más allá de la pelota.
De a poco, sigilosos, esos otros fueron corriendo la frontera para ver hasta dónde llegaba todo, hasta dónde resistían los fanáticos. Un día los otros nos sacaron a los visitantes, y lo aceptamos. Otro día nos aumentaron los precios de las entradas tanto pero tanto que ir a la cancha se transformó en una propuesta para pocos, y seguimos comprándolas.
En un momento se les ocurrió programar los partidos los domingos a las nueve y media de la noche porque la televisión así lo demandaba, y lo toleramos. Vimos a los dirigentes enriquecerse, a las barras bravas irrumpir en el corazón de las populares con la impunidad de quien se sabe respaldado por el poder más alto, y lo soportamos.
Aceptamos, toleramos y soportamos porque el fútbol siempre fue la excusa para encontrarnos: con amigos, con familia, con uno mismo. Y por eso el pacto estaba bien. Estaba bien porque la pelota giraba, porque había caños, y goles, y partidos espléndidos, como la final de ida en La Bombonera, donde River y Boca jugaron sin miedo a perder, con hambre voraz de gloria, con un marco increíble. Estaba bien porque se cumplía: ustedes hagan lo suyo, pero no nos quiten lo nuestro.
El jueves, Conmebol confirmó que el partido se muda a Madrid, y el pacto se acabó como a las doce se acabó el hechizo de la Cenicienta: los dueños del negocio sacaron los colmillos y nos quitaron lo nuestro con tan poca elegancia, con tanta ferocidad, con tanto asco, que acá quedamos nosotros, abrazados a la nada.
La Copa Libertadores nos había prometido vivir la final de nuestras vidas: para los hinchas de Boca y de River significaba un éxtasis futbolístico, y para los neutrales, la oportunidad de ver cómo los dos clubes más importantes del país se sacaban los ojos en una cancha de fútbol.
River y Boca se sacaron los ojos, pero en las oficinas de Conmebol. Fueron días en los cuales el telón se cayó: el pacto servía, pero resulta que a ellos les sirve más otra cosa. Les sirve más llevar el show a Madrid, en una especie de saqueo poscolonial.
Los europeos siempre se llevaron lo mejor que teníamos. Primero la plata, el oro, el cobre. Después la carne, el maíz, nuestra materia prima. Más tarde, a nuestros mejores futbolistas. Y ahora directamente se llevan el concierto entero, a las hinchadas apasionadas, y lo que nos dejan es el cascarón, una transmisión televisiva vacía, una obra magnífica que debería suceder aquí, en nuestras pampas, y se desarrolla en el teatro más famoso del mundo porque allí hay dinero, porque allí hay una oportunidad de lavarle las manchas a una institución sucia, porque allí, creen, van a poder lucir la mejor versión del fútbol sudamericano. Se equivocan. Lo mejor del fútbol sudamericano es su gente. Y a la gente la dejaron afuera.
(*) Nota publicada en el diario PERFIL.