Una mañana de principios de marzo, Michael Jordan se presentó en mi despacho del Berto Center. Acababa de abandonar el entrenamiento de primavera y había regresado, tras rechazar la oferta de los White Sox de convertirse en jugador de reemplazo durante la huelga patronal en la inminente temporada de la liga profesional de béisbol. Michael comentó que estaba pensando en regresar al básquet y me preguntó si al día siguiente podía presentarse en el entrenamiento y trabajar con el equipo. «Bueno, creo que tenemos algún uniforme que probablemente te cabrá», repliqué.
A continuación se desencadenó el circo mediático más disparatado que he visto en mi vida. Hice cuanto pude por proteger la intimidad de Michael, pero enseguida se supo que Superman había regresado. En cuestión de días un ejército de reporteros deseosos de saber en qué momento Michael volvería a deleitarnos se apostó a las puertas de las instalaciones donde entrenábamos.
Tras más de un año obsesionados con el caso de O. J. Simpson por el asesinato de su esposa, Estados Unidos anhelaba buenas noticias sobre un superhéroe deportivo. El misterio que rodeó el regreso de Michael proporcionó a la noticia un atractivo adicional. Cuando por fin Michael decidió retornar, su representante emitió el que quizás es el comunicado de prensa más escueto de la historia, ya que solo decía: «He vuelto».
El primer partido de Michael, celebrado el 19 de marzo contra los Pacers en Indianápolis, fue un acontecimiento mediático mundial que atrajo a la más numerosa audiencia televisiva que jamás tuvo un encuentro de la temporada regular. «Los Beatles y Elvis han regresado», bromeó Larry Brown, el entrenador de Indiana, cuando una legión de operadores de cámaras de televisión se apiñó en los vestuarios antes del partido. Durante el calentamiento, Corie Blount vio que un cámara filmaba las Nike de Michael y comentó: «Ahora entrevistan sus zapatillas».
Tras una semana en el campamento tenía que celebrar una rueda de prensa telefónica cuyo horario coincidía con nuestro entrenamiento matinal. Cuando mi ayudante se presentó en la pista para decirme que había llegado la hora, di instrucciones a los demás preparadores para que postergaran los ejercicios y dejasen que los jugadores practicaran lanzamientos hasta mi regreso. La llamada solo duraba quince minutos pero, antes de que terminase, Johnny Ligmanowski, gerente del equipo, llamó a la puerta y dijo: «Será mejor que vengas. M. J. acaba de asestar un puñetazo a Steve y se ha ido al vestuario porque está decidido a abandonar el entrenamiento». Por lo visto, Kerr y Jordan se habían liado en una refriega que fue subiendo de tono hasta que Michael golpeó a Steve en la cara y le dejó un ojo a la funerala.
Cuando llegué al vestuario, M. J. estaba a punto de entrar en la ducha. «Tengo que irme», me dijo. Respondí: «Será mejor que llames a Steve y lo aclares antes de mañana».
Para Michael fue un aviso importante. Acababa de pelearse por una tontería con el integrante más bajo del equipo. ¿Qué estaba pasando? «Esa situación me obligó a mirarme a mí mismo y me dije que me estaba comportando como un idiota —recuerda Jordan—. Sabía que tenía que ser más respetuoso con mis compañeros. Y también con lo que me ocurría en el intento de regresar al equipo. Tenía que mirar más hacia dentro.»
Fomenté que Michael trabajase más estrechamente con George Mumford. Este entendía lo que le pasaba a Michael porque había visto a su amigo Julius Erving experimentar presiones parecidas tras convertirse en una superestrella. A Michael le resultaba difícil desarrollar relaciones estrechas con sus compañeros de equipo porque, tal como dice George, estaba «encerrado en su propia habitación». No podía salir públicamente con ellos y divertirse, como hacía Scottie. Gran parte de los nuevos jugadores le tenían un respeto pavoroso, hecho que también generó una distancia difícil de salvar.
En 1995, cuando regresó a los Bulls tras un año y medio en las ligas menores de béisbol, Michael Jordan apenas conocía a los jugadores y se sintió totalmente fuera de sincronía en el equipo. Solo cuando durante un entrenamiento se peleó con Steve Kerr se dio cuenta de que necesitaba conocer mejor a sus compañeros. Tenía que entender qué los hacía vibrar con el propósito de colaborar más estrechamente con ellos. Ese despertar contribuyó a que Michael se desplegara como líder compasivo y, en última instancia, sirvió para convertir el equipo en uno de los mejores de todos los tiempos.