viernes 26 de abril del 2024

Boquitas pintadas

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“No me contradigas, o te descargaré esta mano sobre el rostro, que ya sabes cuán pesada es…” Mabel y Nené, embelesadas, escuchan el radioteatro. De ‘Boquitas pintadas’ (1969); Manuel Puig (1932-1990).

Escena 1. (El juego se interrumpe. Darío se acerca a Santiago Martín en el medio del campo. Se miran. Darío intenta una explicación. Santiago Martín, nervioso, le advierte)

—Calla y aléjate, Darío. Lo nuestro es imposible. Si Julio César nos ve juntos, ¡oh Dios! No sé de lo que sería capaz. Vete, por lo que más quieras.

—Debo quedarme, Santiago Martín. Una voz que nace de mi corazón me lo pide, ¿comprendes? ¿Será Juan Román, que siempre vela por nosotros? ¿O acaso Walter Daniel?

—¿Qué sucede contigo? Pareces confundido, amigo.

—Quizá. ¡Pero una fuerza poderosa me obliga a unirme a ti!

(Desde el banco se escucha un alarido. Es Julio César, gritándole a Darío.)

—¡Qué haces junto a Santiago Martín! ¿Te burlas de mí? ¡No quiero verte a su lado, y lo sabes! (mira a sus ayudantes Javier Esteban y Néstor Omar). ¿Acaso ustedes…?

—¡Noooo, Julio! Jamás nos interpondríamos. Sólo queremos tu felicidad…

(Julio César maldice bajo el tropical cielo venezolano. Boca empata 0 a 0 con el Zamora.)

—Fue él. Lo sé. Es Juan Román, que quiere destruirme. El armó esta sucia traición...

(Julio César, solemne, repite la célebre línea de la tragedia shakespeareana.)

—Et tú, Darío…

(Ordena que caliente Pablito. Cambio. Darío llega al banco indignado. Fundido a negro.)

Escena 2. (Julio César se acerca a Darío en el vestuario: le habla con firmeza y dolor.)

—¿Sabes por qué te saqué? Porque lo obedeces más al 10 que a mí. ¡Y acá mando yo!

—P-pero… Y-yo… E-él…

(Darío no puede contener las lágrimas. Busca refugio en sus compañeros. Su relato enfurece a Juan Román.)

—No permitiré que ese canalla me difame. Me quiere afuera de su vida. Ya verá con quién se ha metido. ¡Vamos! ¡Afuera todos!

(Huida en masa del vestuario ante la orden románica. Quedan a solas los involucrados y los referentes.)

—¿Por qué me acusas en vano, Julio César? Jamás le pedí a Darío que se junte con Santiago Martín. ¡Mientes! ¡Sólo quieres perjudicarme!

—¿Qué dices? Jamás mencioné tu nombre…

—¿Ah sí? ¿Y quién es el 10 de Boca? ¿Marley?

—Oh, lo olvidé. Cierto: tú eres el 10. Es que juegas tan poco...

—¡No seas irónico conmigo, maldito!

—Oh, basta de hipocresías. Lo sé todo. ¡Te la pasas dándoles indicaciones a todos dentro de la cancha! Darío, dilo ya: ¿quién te dio esa orden?

—Eh… no lo sé, Julio César. Pero juro por la virgencita de Guadalupe (de pronto todos llevan su mano al bolsillo) que esta vez no fue Juan Román. Sentí una voz, eso sí. Una voz…

—A mí no me miren –aclara Walter Daniel, algo incómodo.

(Julio César se siente acorralado. No esperaba esta reacción de los suyos.)

—Si es así, esteeee… Te debo unas disculpas, Juan Román.

—Nada de deuda documentada. Las disculpas ahora. Cash.

(Julio César enrojece de ira. Traga saliva.)

—Está bien. Pensé mal de ti. Te ofrezco mis disculpas.

(Juan Román sonríe, satisfecho. Vuelve a su gesto adusto.)

—¡Y yo no las acepto! ¿Creías que disculpándote arreglarías tu burda comedia? Ahora estás en nuestras manos. El mundo entero sabrá de tu culpa… ¡Also Sprach Román! (Sonrisas de admiración de los presentes.)

—No hay sinceridad en tus disculpas. Ya no confiamos más en ti, Julio César –cierra Rolando Carlos, lapidario.

(Julio César cierra sus ojos. Parece derrumbado. Fundido a negro.)

Escena 3. —Es descortés.

—El pecado de vanidad anida en su alma.

—Ese rostro pétreo nos intimida.

—Su estilo conservador limita nuestro espíritu virtuoso.

—Odia a Juan Román y nosotros… lo respetamos mucho.

(Daniel, el rey del Bingo, escucha a los referentes en su oficina. Una cámara oculta graba todo para Mauricio, el Grande. Lo mismo cuando se reúne con Julio César.)

—Bssss, bssss… ¿Lo hago pasar, Mauri? ¿Sí? Corto entonces. ¡Adelanteee!

(Entra Julio César. Es la imagen misma de la desolación.)

—No puedo soportarlo, Daniel. Enloqueceré.

—¡Vamos! Debes ser fuerte. Nuestra felicidad depende de que mantengas la paz en tu corazón. En el fondo él no es malo. Sucede que...

—¡Ya no sigas! Es inútil continuar con esta farsa.

(Mira hacia el cielorraso y recurre otra vez a Shakespeare: ¡Alea iacta est! “La suerte ya está echada”. Se indigna.)

—¡Yo no le quiero! Y no soy el único. Palermo, Pellegrini, Van Gaal… ¡Tú mismo! ¿O has olvidado aquel Topo Gigio burlón frente al palco de Mauri?

—¡Por favor, calla, Julio César…! (Daniel mira nervioso hacia la cámara.)

—Basta. No haré sufrir más a los míos por su culpa. Me iré para siempre. ¡Y no te interpongas en mi camino!

(Daniel, desesperado, utiliza su último recurso. Saca unos papeles del primer cajón de su escritorio. Es un contrato.)

—¡Un millón de veces te lo ruego! Hazlo por mí. Por Mauri. Por Suiza. ¡Por la causa! Te necesitamos. ¿Nos abandonas ahora, en el mejor momento?

(Julio César piensa. Dice que sí. Pero pone sus condiciones.)

—¿Puedo no ponerlo en algún partido?

—¡Claro! El es… un profesional. Siempre lo dice.

—Seh... ¿Puedo pedirle que corra algo, antes y después de su ronda de mate?

—¡Obvio!

—¿Puedo ponerle mala cara si juega mal?

—¿Mala cara? ¡Sí, claro! (sonríe) ¿Te quedas entonces?

—Hum… Está bien. Diré que todo fue un malentendido.

—¡Bingo! –dice Daniel, dejándose llevar.

(Julio César se retira. Daniel llama urgente a su secretaria.)

—Comuníqueme con el celular de Dios, por favor.

—¿El de don Carlos o el del Ingeniero, presidente?

—Con los dos. Primero el Ingeniero. (Cuelga. Piensa en voz alta.) Necesito un plan B, un plan C… ¡un plan Z! Jugando así, en cuanto éste no gane se me pudre todo de nuevo. (Se desploma sobre su sillón.) Ahhh… ¿Dónde dejé las píldoras para la ansiedad? Necesito paz, tranquilidad…

(Dormita. Lo despierta el teléfono. Es El. Asiente con la cabeza. Dice que sí, sí, claro. La cámara se aleja lentamente. Suena la banda de sonido. Fundido a negro. Créditos. Fin del capítulo. Continuará.)

Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil