Cuando el General Manager de los Knicks, Glen Grunwald, le mandó un mail de bienvenida a la franquicia y le confirmó que ya era parte del equipo, a Pablo Prigioni se le vinieron mil postales juntas a la cabeza. Sus inicios en Río Tercero, su debut en la Liga Nacional con Belgrano de San Nicolás, su posterior paso a Obras, su silenciosa partida a España, sus pobres años en el Fuenlabrada, su despegue en Alicante de la mano de Julio Lamas, su consagración en Tau, el despegue al Real Madrid y el regreso final a Victoria. Su carrera ya estaba hecha. Con 35 años, lo único que le interesaba era gastar sus últimos cartuchos sin dar lástima. A mediados de 2011, había contemplado, incluso, la alternativa de venir a retirarse al país (Obras lo tanteó). Por momentos consideraba que todavía tenía cuerda, pero en otros se frustraba desmedidamente ante una derrota y se preguntaba qué hacía todavía sufriendo con el básquet, con su vida económica resuelta y su casa de Alicante esperando por el asentamiento definitivo. Fue por esos meses cuando comenzó la carrera de entrenador, manotazo recurrente del deportista veterano.
El tema es que Prigioni, sin esperarlo, descubrió en los últimos playoffs de la liga española que todavía podía controlar un equipo. Que su deterioro no era tal. Con inteligencia, llevó a Caja Laboral (ex Tau Cerámica) a las semifinales y se encargó de todos los cierres de los partidos. La dirigencia, entonces, comenzó a hablar de renovación y la gente, que en un principio lo había recibido con silbidos por haberse ido al Real en 2009, lo volvió a idolatrar. El cordobés, una vez más, revertía su destino. Como cuando Lamas le dijo en Alicante que tenía que dejar de tirar tanto, que la pasara más, que diera un vuelco brusco en su juego. Contra todos los pronósticos, lo hizo. Y se convirtió en el armador más cerebral de España. O como cuando Rubén Magnano lo dejó afuera del grupo que iría a los Juegos Olímpicos de Atenas sin siquiera considerarlo para la preselección. Esa vez estaba en llamas. Pero se la bancó como un señor, esperó su momento, se metió en el plantel tras un pésimo rendimiento en el Mundial de Japón y terminó adueñándose de la base.
Hoy, como dicen en el círculo íntimo del cuerpo técnico, Argentina no puede aspirar absolutamente a nada sin él.
Cuando Grunwald le mandó el mail de bienvenida a los Knicks, este cordobés temperamental, silencioso en el ámbito público, líder de vestuarios, amante de los fierros (tiene un taller mecánico en Alicante) y el cuarteto, leyó el texto una y otra vez. Quería estar seguro de que su historia tuviera final feliz. Porque ya había vivido la frustración del sondeo jamás concretado. Lo padeció en 2007, después del Preolímpico de Las Vegas, cuando Gregg Popovich le preguntó a Emanuel Ginóbili por él y lo volvió a sufrir en 2008, cuando Houston lo tanteó pero estaba con contrato. Su acercamiento más cercano a la NBA, sin embargo, se produjo un año más tarde, cuando los Knicks (sí, los mismos Knicks), lo buscaron con seriedad. Pablo prefirió ir al Madrid: la diferencia económica era desmedida.
La relación con la mejor liga del mundo parecía quebrada. Hasta que llegó esta chance. Tímido, Prigioni viajó a Manhattan para ver qué le iban a ofrecer. Y allí fue cuando comprendió que el tema era serio. Antes o después de ver el musical Evita en Broadway, ya da lo mismo, el DT Mike Woodson le manifestó que lo quería en el equipo para esta temporada. Días más tarde, confirmando el interés, le mandaron una lista de colegios para sus hijos. Entonces se decidió. No le importó el sueldo mínimo (algo así como 470 mil dólares), ni las dudas de su esposa Raquel, ni el hecho de que posiblemente le toque ser el tercer base del plantel (Kidd y Lin, los otros). Será el extranjero rookie más veterano de toda la historia. Hermosa contradicción. Este, y no otro, es el cierre que merecía su carrera.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.