Hay unas viejas imágenes del programa Todos los goles que estremecen: se ve al Bocha –camiseta, pantaloncito y medias rojos– que recibe la pelota en tres cuartos de cancha, de espalda al arco de Estudiantes; se ve, también, que apenas la acaricia a un costado y gira el cuerpo para dejar en el camino a Pablo Erbín, que viene de atrás a la carrera quién sabe con qué intenciones; y se ve, al final, el golpe en la rodilla derecha que lo voltea. Y el Bocha cae como nunca había caído. Se retuerce en el piso de dolor, con la mano derecha se toma la pierna y con la izquierda pide ayuda. El árbitro Manuel Jácome no duda: roja para el defensor de Estudiantes. Mientras, Bochini se sigue revolcando. Hay tumultos y reclamos, alrededor del caído aparecen compañeros preocupados y rivales curiosos. Erbín enfila para el túnel visitante, ahí nomás de la popular local, en un vía crucis que –aunque todavía no lo sabe– lo va a atormentar por siempre. El doctor Ugalde revisa al Bocha y pide el cambio. Silvio Rudman trota para entrar en calor. Una camilla se lleva al Maestro. Es el final.
Entre que Bochini recibió la patada y salió en camilla pasó poco más de un minuto. Nada. Fue un instante, un relámpago que acabó con todo. Nadie sospechaba ese 5 de mayo de 1991 que el Bocha iba a jugar su último partido, ni que ese gesto de dolor iba a ser el definitivo, y mucho menos que Erbín se iba a convertir en uno de los líderes del eje del mal. Pero todo eso ocurrió, y en poco más de un minuto. La historia del más grande se cerró en la Doble Visera, y nada menos que ante Estudiantes. Ese instante de dolor cortó un ciclo de 19 años, los más gloriosos de la historia de Independiente.
El Gráfico calificó a Bochini, en ese último partido, con seis. Puntaje generoso si se toma en cuenta que sólo jugó 44 minutos de un encuentro que la propia revista definió como “mediocre”. Sólo fútbol, tal vez ante la intuición del desenlace, le ofreció más despliegue a la lesión y les dio voz a los protagonistas del episodio. “Es un esguince leve de rodilla –explicó el doctor Ugalde–, por lo que tendrá que permanecer inactivo durante cuatro o cinco días para después ver cómo evoluciona.” El Bocha, en cambio, fue más realista: “Justo ahora que estaba bien me pasa esto, voy a tardar como veinte días para recuperarme del todo. El problema no fue el golpe sino que en la acción el jugador de Estudiantes me llevó la rodilla y se me dobló”. Al final, fue una maldita distensión de ligamentos.
Después del partido, en el vestuario visitante había un grupo de hinchas que querían ajusticiar a Erbín. En ese momento nadie sabía que el golpe iba a ser definitivo, pero la mínima posibilidad de que la lesión fuese fatal justificaba el castigo sin juicio previo. Por eso, la puerta del vestuario de Estudiantes era un verdadero infierno. Y por eso, Erbín salió escoltado por la policía y se tuvo que escapar de la Doble Visera arriba de un patrullero.
Hasta esa patada erbiniana el Bocha no sabía de dolores. En 19 años de copas, clásicos y finales regaló postales con la pelota al pie y la cabeza levantada, milimétricos pases a la red, toques sutiles y gambetas impredecibles. Pero lesiones que hayan terminado sobre una camilla, nunca. Por eso lo del 5M estremece. Fue como finalizar la película con una escena que no tiene ninguna relación con el resto del argumento. El espectador, obvio, queda desencajado, no entiende. Eso fue lo que ocurrió el cinco del cinco del noventa y uno. ¿El Bocha en camilla? Imposible ¿En serio se retuerce de dolor? Ah, no, es demasiado. Que la última foto sea esa suena, por lo menos, injusto. Ya pasaron 29 años, diez más que los 19 que jugó. El pase gol lo extraña.