viernes 26 de abril del 2024

No te va a gustar

Dos facciones de la barra de Vélez se enfrentaron a los tiros por las entradas a recitales. Lo peor del fútbol terminan siendo los hinchas.

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Vélez, no es novedad, desde los tiempos de don Pepe Amalfitani es un club modelo. ¿Es? Está dejando de serlo. Las barras bravas que alguna vez comandó el actual presidente de la entidad, Raúl Gámez, están cambiando el paisaje. No apoyaron al equipo ante Sarmiento de Junín –mirá como tiemblo– y este fin de semana montaron escándalo en el Polideportivo porque no fueron convidados a entrar gratis al recital de la banda de rock No te va gustar (así, sin ‘a’). ¿Es un problema del rock? ¿De la sociedad? ¿O del fútbol? Social, claro, pero por la porción que le toca al fútbol está claro que lo peor del fútbol, como siempre, son sus hinchas. Triste es que ahora no sólo son agresivos cuando actúan en masa. Despreciados por una sociedad degradada empiezan a serlo, también, cuando están solos con sus propios demonios. Por ejemplo, cuando responden estas columnas.

La semana anterior, en un pasaje del artículo “El ‘no’ de Belfast es un ‘sí’ al fútbol”, dije textualmente que “quien no entiende que el error del referí es igual al error del arquero o del delantero que pierde un gol hecho, no entiende el fútbol. Convivir con los errores, a favor o en contra, es la esencia misma del fútbol” y, claro, los… ¿cómo llamarlos? Digamos lectores menos estimulantes, me mandaron adonde me mandan siempre que no coinciden y para mi suerte nunca coincidimos. Suerte porque no son distintos de los de la barra de Vélez o de Laferrere que tanto lio hizo la semana pasada, aunque no sepan dónde queda Laferrere ni quién fue o qué hizo don Gregorio (¿‘Jettatore’, ‘Las de Barranco’, les suena? ¿Al menos a los del partido de Morón? ¿No?)

El párrafo venía a cuento de mi tesis que rechaza cualquier vínculo tecnológico con el reglamento del fútbol. Sinceramente, no apruebo ninguna técnica científica en ningún deporte. Ni siquiera en aquellos que hacen escaso uso del talento individual y no poseen ritmo sostenido y colectivo, como el béisbol o el rugby. El deporte es voluntad humana, inteligencia humana, picardía humana, virtud humana y también error humano. El defecto interesa tanto cuanto el don.

Así, no es bienvenida la tecnología. Ningún disfraz es bienvenido. Y la tecnología sólo puede aportar disfraces, por ejemplo de superhombres a sus protagonistas o de infalibles a los árbitros. Y chau esencia. Chau emoción. Chau polémica. El error ayuda a que no siempre gane el mejor. Esa es la gracia del fútbol. Lo demás es desgracia. La desgracia del tedio, la monotonía y la previsibilidad que tanto entusiasma a mediocres y holgazanes. Y barras brava.

El deporte, en especial el mejor de todos, el fútbol, no es perfección. No. ¡Qué va! Es exactamente lo opuesto. Aunque el fanatismo y la prensa lo vistan de ‘veremos quién es mejor’ en el fondo, en cada enfrentamiento, se compite para ver ‘quién es menos imperfecto, quién se equivoca menos’ como desafiaba don Osvaldo Zubeldía. Especialmente en los días de hoy donde, por ejemplo, la velocidad resta precisión, limita el pensamiento, acelera el agotamiento de la mente y desgarra los músculos más veces. El fútbol perfecto debe ser más aburrido que un partido de Los Pumas, donde antes de que comience ya se sabe el resultado: si juega contra un vecino amateur gana y si enfrenta a un rival profesional pierde.

El británico John Carlin, autor de ‘El Factor Humano’, un libro que usted seguramente no leyó pero probablemente vio la película ‘Invictus’ (sí, esa donde Morgan Freeman interpreta a Nelson Mandela guiando la victoria sudafricana, en el Mundial de rugby del 95, para unir a blancos y negros en el post-apartheid) me ayudará a explicar lo que pretendo. En su habitual espacio del madrileño diario El País –de los mejores que se escriben sobre fútbol en todo el mundo– contó algo que ilustra mi pensamiento. Fue en uno titulado ‘La perfección cansa’, allá por enero de 2011, momento en que el Barcelona de Guardiola sólo ganaba y ganaba. Carlin confiesa que desde México ’70, cuando vio aquel Brasil campeón, su hambre por el fútbol bonito se tornó insaciable. Pero, ahora que veía casi semanalmente al equipo de Xavi, Messi e Iniesta, estaba perdiendo ese apetito. Empezaba a aburrirse.

Escribió: “Jamás había visto fútbol tan consistentemente bonito y perfecto, en defensa y en ataque, en ningún otro equipo, en cualquier otra era. Es una sinfonía, un concierto para violín. Uno contempla boquiabierto, admira, dice ‘¡Bravo!’. Pero la tensión es cero, como en un concierto para violín” –lo estoy traduciendo, no encontré su artículo original en español, pero lo reproducen infinitos periódicos de todo el planeta.

Sigo con John Carlin: “Fútbol es arte, pero también teatro vivo. Y no hay nada de teatral en esta versión del Barça. Nadie permanece sentado en el borde de su asiento en los minutos finales del partido, atemorizado con la posibilidad de que el equipo conceda un gol o que no sea capaz de conseguir el empate, porque a esa altura del juego el drama ya habrá dejado el campo hace mucho tiempo”.

Posiblemente los hinchas de Racing en el amateurismo (51 partidos invicto entre 1913 y 1916) y los de Boca del veinticinco (59 partidos sin perder entre 1924 y 1925) o de fines de los noventa con el de equipo de Bianchi (llegó a 40 presentaciones sin caer sumando los cuatro que dirigió García Cambón), hayan experimentado algo parecido. ¿Los de River de ‘La Máquina’, los del Independiente del paraguayo Erico, Vicente de la Mata y el ‘Cuila’ Sastre y los del San Lorenzo de Farro, Pontoni y Martino? ¿Los del Huracán de Menotti también? A mí me pasó un poco con ‘El equipo de José’ en el 66 y también con la Selección del Coco Basile en la Copa América del 92. Uno ‘sabía’ cómo iban a jugar y cuál sería el resultado final.

Igual, no aspiro a competir en sensaciones con los hinchas ‘culé’ de este tiempo reciente de Pep y su imbatible ‘blaugrana’. Pero eso me ayuda a entender lo que describe Carlin, que reside en Cataluña, la tierra de su mamá, aunque el sabor al fútbol lo encontró cuando vivió en Buenos Aires, de chiquito, gracias a la vida diplomática de su papá. ¿Usted ‘sintió’ algo semejante alguna vez? Si es sí también entenderá por qué la tecnología no tiene que pasar ni siquiera cerca del fútbol. Tiene que quedarse bien lejos de los deportes.

Retomo al señor ‘Invictus’: “Es una locura. Una persona pasa toda su vida buscando la perfección que el Barcelona FC exhibe y, cuando la encuentra, enseguida esa perfección pierde el brillo. Tal vez eso nos enseñe alguna cosa sobre la vida. Hasta mismo sobre el amor. Usted se apasiona por una mujer muy linda y maravillosa pero, si el amor pierde sus condimentos, la tensión y el deseo, con el tiempo se torna chato, tedioso y previsible. Y es así como muere… Posiblemente el Barça sea demasiado bonito, perfecto en exceso. Deseamos que esa belleza y esa perfección sean recompensadas; deseamos que el equipo venza. En cierto nivel. Pero, por otro lado, sería bueno para todo el mundo, y para el deporte en sí, que el equipo un día pierda. Porque así nosotros, que lo admiramos, recuperaríamos la emoción, la dramaticidad sin la cual el fútbol no es fútbol”. The end.

Gracias John. No queda casi nada por decir. La última frase es redonda. Quien no asoció esto de la perfección (in)humana que consiguió ese Barcelona a lo que puede traernos la tecnología, no merece sentarse en una tribuna ni mirar tele a la hora de FPT. El arte –y el fútbol lo es– como las señoras, son lindas y llaman la atención si su clara belleza es impura, rara, si se quiere. Los artistas venden sus obras por millones de dólares porque son piezas únicas, lo que se consigue a través de la imperfección, del trazo irrepetible, de algún modo disonante, errado para el lego; si las reproducimos con perfección gutemberguiana pasan a ser un producto chino, en serie, que se compra en Paraguay por dos pesos con cincuenta. Las mujeres perfectas se llaman muñecas y con ellas juegan las nenas. No son las que queremos abrazar mientras transpiramos. El fútbol es análogo. Si no, todo, pero todo, sería demasiado previsible y aburrido. No habría nada para descubrir ya que la perfección es obvia. Y todo sería, también, frío, como cualquier elemento tecnológico.

¿Por qué iríamos a ver al buen River de Gallardo contra el mexicanísimo Tigres, si ya se sabe que River es mejor y la tecnología haría que gane el mejor? Vamos porque Guerrón no es tecnológico y aprovecha que Funes Mori es humano y cabecea hacia atrás. ¿Para qué iríamos a ver San Lorenzo y Corinthians si sabemos que el equipo brasileño llega sin sus tres mejores jugadores, por lo que debiese perder en el Nuevo Gasómetro? Vamos porque Blanco, Mattos y Caruzzo son sumamente imperfectos y pierden goles que yo convertiría, facilitando que gane Corinthians que no lo pretendía ni lo soñaba. ¿Para qué acompañaríamos a Estudiantes al Anastasio Girardot de Medellín si allí es casi imposible arrancarle un punto al siempre afinado Atlético Nacional colombiano? Vamos porque el pibe Jara, lejos de ser el recién vendido Correa, puede hacer un gol de otro partido en ese partido y sellar un inmerecido empate.

Todo, en el fútbol, es anti-tecnológico. Porque todo es único e imperfecto de principio a fin. Y el mismo jugador que recién erró lo imposible ahora convierte también lo imposible. Allí está la emoción. En lo inesperado. No en lo que se acierta, en lo correcto, como creen los hinchas de ‘la patria burra’ que sólo ven fútbol en las maravillosas piernas de Maradona y en los goles en serie de Messi. No, no y no.

Como explicaba el Bambino Veira, si cuando el delantero patea bien y al rincón lógico no es gol, el arquero la ataja; el gol se produce cuando el atacante la pifia un poco. De eso vive Diego Milito, de su imperfección para definir. Pocos como él. Le pega tan mal que casi siempre entra. Desconcierta a los arqueros. La pelota va adonde la perfección no la mandaría.

En todo ese paquete de emociones imperfectas tienen acceso los referís. Los antes llamados ‘hombres de negro’ entran por la puerta grande si de errores se trata. Tan humanos como son. Sólo que esos hinchas que no lo entienden creen… ¡Qué sé yo que creen! Es imposible meterse en la cabeza de seres tan ajenos a la realidad… Como sentenciaba mi maestro don Victorio Spinetto, “hay que entender que el error en contra de hoy es un error a favor mañana. A lo largo de un campeonato todo se compensa. Así ganamos algunos juegos que no tenemos que ganar y perdemos otros partidos que no merecíamos perder”. ¡Qué lindo! ¡Cuánta belleza! Todo tan irregular, tan imperfecto, insospechado, sorprendente. Y polémico.

Esos hinchas, algunos de ellos lectores, tampoco entienden que los árbitros pagan alquiler, no llegan a fin de mes, hacen cola en el banco, comen tallarines que no quieren en la casa de su suegra, tienen esposas que les dicen que debiesen buscarse un trabajo mejor remunerado para poder cambiar el auto más seguido, a sus hijos los verduguean en el colegio por sus fallos, además tienen que entrenar, rendir examen físico, técnico, viajar en la mitad de semana, bancarse a un juez de línea que lo manda al frente dos por tres, impartir justicia en partidos nada atractivos, escuchar con oídos sordos a los técnicos que los insultan, tragar saliva con jugadores que les ponen las tribunas en contra, disimular cuando los intimidan los dirigentes en los vestuarios y, encima, soportar que en la tele digan que se equivocó cuando el replay muestra ‘misma línea’. ¡Que vivan los errores arbitrales!

Lo único que tiene que existir sí o sí, mis malqueridos lectores, en los árbitros como en la vida, es honestidad, algo que, lo sé, hoy, por estos lares, vale nada, está en desuso, pocos de ustedes a lo mejor la practican y por eso quieren que el árbitro sea una máquina, infalible y por si falla que lo ayude la tecnología con su fría perfección. Si el error es honesto, pronto, vale. Aprobado. Si es genuino, no es comprado, corrompido, falso, premeditado, alevoso y por causa de algún interés espurio, bienvenido sea el error.

Sin error prima la lógica y la lógica no se lleva bien con el deporte. Porque en el deporte el rico pierde con el necesitado, el gordo le gana al flaco y el petiso le cabecea al alto. Es un tango donde el feo y buen bailarín le quita la mina al galán patadura. La vida compensa. Sólo los pobres de espíritu no lo entienden. Ustedes. Que me cansan con su imperfección como a John Carlin lo cansó la perfección del Barça de Pep Guardiola. Ustedes necesitan ayuda tecnológica, no el fútbol. Hay que ser muy perdedor en la vida para solamente admitir ganar en el fútbol.

El fútbol es polémico y la polémica es lo que les da tema a sus viditas, les da substancia para que se entretengan toda la semana. Pero usted, hincha perfecto, señor perfecto, marido perfecto, hijo perfecto, papá perfecto, abuelo perfecto, amigo perfecto, ejecutivo perfecto, empleado perfecto, miserable perfecto no puede entenderlo. Aquel delantero es un hdp. Le erró, la pifió, la chingó. Hay que matarlo. Aunque dentro de un minuto quiera besarlo por el gol que hizo, amarlo eternamente por el título que le dio, pedirle una selfie para inmortalizar este momento único, arrancarle un autógrafo para perder el papel pero nunca la esperanza de hacer un cuadrito que le haga recordar por siempre este día. Pero ahora es un hdp porque se equivocó.

Ah, claro, si es árbitro peor. No hay selfie ni autógrafo ni recuerdo ni inmortalidad. Sólo olvido si acierta y un insulto a su madre, para que tenga, si se equivocó. Son raros. Ustedes, no los protagonistas. Raros como este país donde en el fútbol se agrede a quienes dan alegrías el día que no las dan, mientras en el rugby se aplaude a quienes sólo suman tristezas. ¡Ay Argentinolandia!

Tanta necedad colectiva hace que los principales problemas de comportamiento en el fútbol sean los originados por los hinchas. Está comprobado aunque la demagogia microfónica siempre diga que el fútbol vive gracias a la gente. Nunca supe de un club europeo que compre un hincha argentino. Sí escuché de hinchas ‘argentos’ que fueron prohibidos de entrar en algún estadio europeo. Parecen fruto de los dichos de Maradona. De frase de efecto, de esas que los torna engañosamente protagonistas. No se engañen, señores, eso es marketing. Ustedes no son protagonistas. Ustedes, como nosotros los periodistas, son coadyuvantes que logran protagonismo cuando se desmadran. Esto es cuando hacen algo que avergonzaría a su madre. Ustedes no fabrican burbujas en el fútbol. A veces pinchan alguna. No más que eso. Acepten su papel y observen que observando se aprende (no confundir observar con mirar).

Así, esos hinchas que van al fútbol a agredir cuando no a matar y que por ‘alentar al equipo’ se creen con derecho a no pagar para ver a los uruguayos de ‘No te va gustar’, que en su debida proporción se asemejan a quienes, sin oponer tesis propia, descalifican cualquier pensamiento distinto del propio, me permiten sostener que lo peor del fútbol son los hinchas. De Vélez, de Laferrere, de todos, aquí y en casi todo el mundo. ¡Que los ayude la tecnología! Será dinero mejor invertido que corrigiendo a los árbitros.

IN TEMPORE: Copa Davis. ¿Hacía falta equivocarse tanto, cambiar tanto, para sufrir tanto frente a Brasil en casa? Bueno, en casa no, en Tecnópolis.

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