martes 16 de abril del 2024

El fútbol con amigos, entre la vida y la muerte

Jugar a la pelota con amigos representa una celebración de la vida. Pero a veces ese ritual tan necesario, tan vital, puede enfrentarse a un ritual de muerte. El recuerdo de una canchita y el presente de un asesinato atroz.

Durante años, muchos años, me junté a jugar a la pelota con un grupo de amigos en unas canchitas que están en Virrey Cevallos, debajo de la autopista. La mayoría andábamos por los 40, algunos cerca de los 50, y más que jugar hacíamos un intento de eso que muchos llaman fútbol. Pero en realidad el ritual de los martes de 21 a 22 era otra cosa, era una excusa para celebrar la amistad. Es lo que ocurre cuando las piernas no dan y el aire no alcanza. Seguimos ahí, insistimos, aunque tengamos que padecer dolores que nos van a acompañar toda la semana.

Cada martes que llegaba a las canchitas me cruzaba con algunas personas en situación de calle que se habían instalado en la vereda, con la autopista como techo. Un martes podía ser una pareja joven, al siguiente una familia con pibes, al otro un grupo de muchachos. A veces ocurría que llegaba y no había nadie: no hacía falta que nadie me explicara por qué. Por lo general tenían colchones, cajas de cartón, changuitos de supermercado. Y era inevitable el mangazo: un pucho o una moneda a cambio de algún comentario simpático sobre el papelón que seguramente iba a hacer en breve sobre el campo de juego.

Cierta vez, hará unos dos años, en el grupo hubo consenso para cambiar de sede. Probamos varias hasta que la mayoría votó por el Club Ciudad. Desde entonces no volví a pisar la vereda ni la alfombra verde de Cevallos. Así fue como Cevallos entró en el álbum de los recuerdos, esos recuerdos que atesoran mis últimos chispazos con pretensiones de jugador.

Cada martes que llegaba a las canchitas me cruzaba con algunas personas en situación de calle que se habían instalado en la vereda, con la autopista como techo. Y era inevitable el mangazo: un pucho o una moneda a cambio de algún comentario simpático sobre el papelón que seguramente iba a hacer en breve sobre el campo de juego.

Hace menos de dos semanas me crucé con este título: “Horror en Constitución: quemaron viva a una mujer en plena calle”. Leí la historia horrorizado: alguien había prendido fuego a una persona indigente porque sí. Cuando la encontraron estaba tan carbonizada que ni siquiera podían determinar si era hombre o mujer. Algo de combustible, un fósforo y mucho odio alcanzaron para terminar de esa manera espeluznante con una vida. Seguí el tema en las redes y una semana después me enfrenté con una foto estremecedora del lugar donde habían asesinado a la mujer: se ven las marcas que dejó el fuego en las paredes de ladrillos y en las baldosas de cemento. Es una aureola negra que define un lugar, que grita una ausencia, que interpela. Acá vivía una mujer, estaba en situación de calle y un sádico malnacido la quemó viva.

El impacto que me provocó la foto me terminó de sacudir cuando identifiqué el lugar: se trataba, claro, de las canchitas de Cevallos. Entonces todo se reconfiguró. Días después circuló esa misma foto pero intervenida por el muralista Chelo Candia: de la pared quemada emerge esa mujer, extiende una mano y grita, se lamenta y pide ayuda. Ahí, en esa imagen, está todo. La miro, la vuelvo a mirar y voy descubriendo: el estacionamiento, el fuego, las corridas de Perri y los chiches de Santi, el grito de gol, el alarido de dolor, el buffet, los botines flúo, el odio asesino, el agua fría y la cerveza tibia, un fósforo, las tijeras de Osky y las patadas del Oveja, el humo que choca con la autopista, las ventanitas de las duchas, la finura de Ponfil, el olor a carne quemada y mi frustración porque nunca pude llegar a un cruce como Villaverde. En esa foto está todo y ya no es posible mirar para otro lado.

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