De todas las imágenes que se pueden conservar del festejo por la obtención de la Copa del Mundo en el ‘78, ninguno es tan perverso como lo que le tocó vivir a la periodista Miriam Lewin, que hacía tres meses estaba detenida en la Esma.
Lewin apenas había cumplido 20 años cuando un grupo de tareas la secuestró el 17 de mayo del ‘77 en La Matanza y la llevaron a una comisaría, donde fue torturada. Después la trasladaron a una casona de tres plantas que dependía de la Fuerza Aérea, sobre la calle Virrey Cevallos, en pleno centro porteño. Allí estaba aislada y solo podía escuchar la radio que ponía uno de los represores. Y en la radio, el Gordo Muñoz, con todo su entusiasmo mundialista. “Ahí tomé conciencia de que el Mundial era muy importante para los milicos”, recuerda.
A fines de marzo del ‘78 la llevaron a la ESMA como mano de obra esclava de la Marina. Objetivo: producir contenidos periodísticos para enfrentar lo que los represores bautizaron como la “campaña antiargentina”, que no era otra cosa que las denuncias por violaciones a los derechos humanos que se hacían fuera del país.
Entonces llegó el Mundial. Los triunfos de la Selección iban creando un clima de euforia dentro de la Esma. El lugar de la tortura y la desaparición se inundó de gritos de goles, gritos que llegaban del Monumental y gritos de los propios represores. La lógica del mayor centro clandestino de detención dio un paso más hacia la crueldad: algunos milicos invitaban a los detenidos para compartir los partidos. “El partido con Perú lo vi al lado de Astiz -detalla Lewin-, y vi como Astiz saltaba y se enfervorizaba con cada gol.”
Hasta que llegó el día de la final, del que hoy se cumplen 42 años. Con el 3-1 ante Holanda y la Copa del Mundo para Argentina, el festejo estalló en las calles. Y ahí es cuando ocurrió ese episodio infame: un grupo de oficiales eligió a Miriam Lewin y a otras detenidas para que los acompañaran a celebrar el Mundial. Ellos, armados, subieron a cada una en un auto distinto y salieron a la calle.
Avenida del Libertador desbordaba de gente, autos, banderas celestes y blancas, abrazos y euforia. Entre esa muchedumbre se mezclaron ellos y ellas, como . Lewin iba en un Peugeot 504 y pidió permiso para sacar la cabeza por el techo corredizo. Apenas asomó sintió el frío del junio porteño. Y con el viento en la cara, pensó: “Si en este momento me pusiera a gritar que estos tipos torturan, matan y hacen desaparecer compañeros, nadie me creería”. Estaba rodeada de gente, pero se sintió sola. Otra vez, sola.
La caravana terminó en una pizzería sobre la calle Maipú. Una mesa larga, compartida por represores y detenidas. Alrededor, gente embanderada al grito de “el que no salta es un holandés…”. Otra vez la desolación. “Si no se dan cuenta de que mataron a nuestros compañeros, los milicos se van a quedan cuarenta años en el poder”, se angustiaba Lewin.
Seis meses después tuvo el beneficio de salidas transitorias y al año siguiente la liberaron y pudo salir del país. De todas las marcas que le quedaron a la periodista del año que pasó en la Esma, una tiene que ver, precisamente, con los mundiales. “No puedo evitar que la proximidad de una Copa del Mundo me ponga mal -se lamenta-, cada vez que empieza una me da una profunda sensación de tristeza.”