Solo la educación es capaz de salvar a nuestras sociedades de un posible colapso, ya sea violento o gradual. Jean Piaget.
Hubo un tiempo donde el fútbol argentino se jactó de ser el semillero del mundo. Junto con Brasil y Uruguay abarrotaban los mercados europeos con transferencias. Algunos eran jóvenes promesas para la élite, que se instalarían en el viejo mundo para nunca más volver; pero la gran mayoría eran del grupo de los rendidores, futbolistas con cierto recorrido en Primera pero con un techo más bajo, esos que más tarde o más temprano terminaban volviendo al torneo local pero que en el mientras tanto, contraculturalmente, "se hacían su América". Aquellos eran tiempos de bonanza "for export", tiempos de títulos juveniles por doquier y de reconocimiento mundial. Aquellos eran otros tiempos.
En primer lugar, cambió la sociedad europea. Los hijos de inmigrantes africanos de las colonias, nacidos y criados en la comunidad económica del Viejo Continente, comenzaron progresivamente a conquistar las grandes Ligas por una combinación idílica de genes (raza negra) y ambiente (mejores condiciones de desarrollo y entrenamiento). El último Mundial (Rusia 2018) fue una muestra de ello, hubo un récord de 48 jugadores nacidos en África o hijos de inmigrantes africanos en las listas definitivas de ocho equipos europeos y otros 40 descendientes que habiendo nacidos en Europa retomaron sus raíces para defender la camiseta de sus ancestros.
Pero no solo fue la sociedad la que cambió, también cambió el fútbol: en un antes y un después del Barcelona de Guardiola. A finales del Siglo XX los equipos jugaban primero a no equivocarse, a esperar el error del rival, a aprovechar la pelota detenida o la genialidad de un jugador. Hasta que nació el “Barça de Pep” y con él un nuevo paradigma. Fueron desparecieron los mesías en los que se depositaba el juego colectivo y la fe del grupo. Los equipos de élite empezaron a jugar otra cosa. Ya no podían permitirse ser maniatados y burlados dependiendo de la producción de un hombre. La pelota dejó de ser algo prescindente y se procuró retomar la idea de salir jugando desde abajo. Esta transformación elevó el nivel de complejidad del juego y de sus tácticas. Para defender se necesitan, simplemente, un par de premisas básicas y no mucho más, pero para atacar colectivamente se necesita un trabajo de todos, global e integral. Ya nadie discute que el sistema es más importante que la individualidad caótica de un jugador genial. Tampoco es casual que el Manchester City actualmente haya gastado millones de libras en marcadores laterales, una posición que hace una década estaba desapareciendo. Son otros tiempos. Es otro juego.
Alejadísimo de aquellos tiempos de éxito, está el presente del fútbol argentino. El turbulento período de transición de la selección mayor es un muy buen ejemplo. La esperada nueva camada de jugadores lleva años sin aparecer y todo termina aferrándose nuevamente a Messi y a sus históricos compañeros. Futbolistas que en un proceso normal de trasvasamiento generacional ya deberían haberse corrido del rol protagónico, para acompañar desde el diferencial de la experiencia, pero que por sus enormes virtudes y las carencias de los que los siguieron todavía terminan siendo quienes cargan con el peso del equipo y a quienes todos miran constantemente.
En la élite del deporte de alto rendimiento, de cualquier deporte, sea cual sea, lo que se visualiza no es el presente sino el fruto de una década de construcción. Los atletas se consolidan en el tiempo y la Argentina tuvo un tiempo donde no construyó: ahora está pagando las consecuencias. Ensañarse con el presente de la Selección no sirve, es una simple consecuencia.
Para entender el concepto, sólo hace falta mirar el contexto. En los últimos diez años, a nivel de selección juvenil Sub 20 (uno de los mejores parámetros de categoría para medir construcción de talento que llega a Primera), Argentina tuvo varios entrenadores, un par de fracasos groseros que la dejaron fuera del Mundial (2009 y 2013) y un único título: el Sudamericano Uruguay 2015. Las diferencias con la década anterior, esas del ciclo Pekerman-Tocalli, son tremendas: cinco títulos mundiales (Qatar ’95, Malasia ’97, Argentina ’01, Holanda ’05 y Canadá ’07) y cuatro sudamericanos (Chile ’97, Argentina ’99, Uruguay ’03).
Algo similar ocurre al analizar las ventas de jugadores argentinos a la élite de Europa, que hace tiempo que vienen cayendo: desde aquellas grandes ventas de Gago, Agüero y Banega, a las pocas que se producen y donde cada vez son más jóvenes y van para terminar de formarse, no para ser titulares indiscutibles (Balerdi, Palacios, Foyth y González). Es cierto que hay algunas excepciones, como Lautaro Martinez al Internazionale, entre otros, pero son pocas. En los últimos torneos, las grandes figuras ya no emigraron al Viejo Continente sino a Norteamérica con el detrimento que eso conlleva: Gonzalo Pity Martínez y Ezequiel Barco al Atlanta United, Emmanuel Gigliotti al Toluca y Maximiliano Meza al Rayados de Monterrey.
Hoy, para jugar en la élite, un futbolista debe entender su rol y ser capaz de relacionarse con el movimiento de sus compañeros: saber cuándo tiene que esperar y cuando acelerar, cuando abrir y cuando cerrar, cuando jugar la individual y cuando descargar. Trazando un paralelismo con la música, en el fútbol murieron los solistas. Los equipos con mejores resultados avanzan de manera definida a transformarse en grandes orquestas, que cambian ligeramente de versión dependiendo de los protagonistas. Además de talentosos, en la actualidad se buscan jugadores inteligentes, porque no alcanza con tener la habilidad de ejecutar, hay que ser capaz de entender lo que se requiere en cada momento. Probablemente, ahí radique el mayor problema de nuestras nuevas camadas de futbolistas que no logran despegar. Un problema que no es físico ni técnico. Un problema que es cognitivo y está vinculado a la falta de experiencia de largo plazo (por los ciclos de entrenadores recortados y el gran recambio) y a la enorme deserción escolar. Un problema de fondo que no es tan sencillo de solucionar, pero que es de imperioso comienzo .