sábado 14 de diciembre del 2024
TOMÁS CARLOVICH

Trinche, el potrero en clave setentista

El ex futbolista rosarino sigue internado con pronóstico reservado. Es una leyenda y su historia está cruzada por mitos, pero también por elogios de Menotti, Pekerman y hasta de Maradona.

442

Hay un mojón luminoso en la historia del entonces número cinco de Central Córdoba: aquel partido en que un combinado de rosarinos bailó al seleccionado nacional que se preparaba para viajar al Mundial de Alemania, en 1974. Era un momento de esplendor del fútbol rosarino y la abrumadora superioridad del combinado que ganó 3-1 fue el producto de una tarea cooperativa.

Sin embargo, la faena del Trinche, tanto por lo inspirada como por la sorpresa de su apellido sin resonancias en un grupo de grandes figuras nacionales, concentró la atención de legos y expertos. Y la logia de fans, por entonces apenas esbozada, aprovecharía para  coloca esa noche en el centro neurálgico de la epopeya.

El resto son las crónicas deportivas, que se ajustan al desempeño de una tarde. Lo destacan casi siempre, aunque sin caer en las serenatas edulcoradas del periodismo posterior. Y también remarcan su eventual inconducta, ciertos despuntes pendencieros por los que a menudo se iba al vestuario antes de tiempo.

Las fotos tampoco abundan: el Trinche, con distintas camisetas, sintetiza la estética del jugador de potrero. El potrero en clave setentista. Medias bajas, pelo largo; a veces, un bigote tupido. Ocasionalmente, una barba que le da aires de revolucionario atrincherado en el monte. Por lo general, su mirada es melancólica o tímida. El rostro sobrelleva la foto, no puede insinuar siquiera una sonrisa.

La saga del Trinche no proviene, como un rumor trivial, de anónimos allegados ni vecinos locuaces. La suscriben, la enriquecen, varias majestades del fútbol. Por eso tanto ruido. César Menotti lo elogia, José Pekerman lo incluye en su equipo ideal de todos los tiempos. Según dicen, hasta Maradona, cuando recaló en Rosario en uno de los capítulos de su carrera, se refirió a él como «el mejor». Pero con Diego, se sabe, muchas veces los dichos terminantes obedecen menos a una genuina convicción que a un arrebato de índole difusa.

También dicen que, como en la canción de Billy Bond dedicada a Pappo, un pregón recorría las calles una vez a la semana. «Esta tarde juega el Trinche», decía el voceo, una clave que garantizaba asistencia perfecta a la ceremonia oficiada por el supremo sacerdote de la pelota.

Cuando le da descanso a su discreción, Carlovich se anima a aportar nombres a la lista de notables que han contribuido al culto. «Hay un video en el que Valdano entrevista a Sampaoli y le pregunta si el Trinche era una leyenda, un mito o qué. Y Sampaoli le responde: “Noooo, nada de eso, era el mejor. Bielsa y yo dejábamos de practicar para ir a ver al Trinche”. Yo lo vi ese video.» Enseguida recula unos pasos: «No me gusta ver eso, no me gusta».

Lo dice acodado en la mesa del comedor de su casa de puertas siempre abiertas de la calle Guatemala, en el barrio Belgrano, flanco oeste de Rosario. Bajo ese mismo techo nació. Y en esas calles, hoy de pavimento surcado por líneas temblorosas de brea y veredas anchas donde crece un pasto duro y despeinado, aprendió su arte.

Cuando el suelo era de tierra y la pelota cualquier cosa que disparara la ilusión de una pelota. Sus mechas remiten a la estampa del jugador indócil que ya no es. Lo que perdura, sí, es su astucia para administrar el ritmo y la intensidad, don que antes aplicaba al  juego colectivo y ahora a sus pocas palabras. Entre las pudorosas desestimaciones de las hazañas que le endilgan, cada tanto, el Trinche saca pecho y coloca su historia en lo más alto de la tabla de cotizaciones. Varias de cal, una de arena. Entonces dice: «Estuve a punto de ir a Francia y al Cosmos. Los pases no se hicieron no sé por qué. Lo de Estados Unidos fue cuando yo jugaba en Mendoza. En el Cosmos estaba Pelé y me llegaron comentarios de que se había puesto celoso».

Como un DJ cebado con el set que hacer arder la pista, Carlovich enhebra ahora a varios gigantes del fútbol en una anécdota que, a pesar de la tremenda competencia, lo tiene en el rol estelar. «Un día me dicen que el Pájaro Caniggia quería hablar conmigo. Al final hablamos por teléfono un largo rato. Me estaba buscando para pedirme un favor. Resulta que un muchacho que vivía en Londres cumplía años. Y como era muy fanático mío, fanático mal, querían darle una sorpresa y mandarle un video con mis saludos. Así lo hicimos. El hombre estaba muy emocionado. Me había conocido una vez que fuimos a jugar a Tigre. Él jugaba ahí, en la Reserva. Creo que ese día les metimos cinco goles. Y se hizo admirador mío, desde jovencito. Después se fue a vivir a Londres. No me acuerdo cómo se llama. Es amigo de Caniggia, de Maradona y también del Negro Pelé. Un día le preguntó a Pelé si lo conocía a Carlovich. ¿Qué respondió el Negro? “No gostaba entrenar». Me lo contó por teléfono.»

Nunca se acostumbró a ser una celebridad. Ni siquiera una de pago chico. Su parquedad, su apego al barrio y a los amigos de siempre le impiden hacer la vida social que se espera de las glorias deportivas. Prefiere las juntadas en la vereda de su casa con la barra que se consolidó allá lejos y hace tiempo en Central Córdoba a los homenajes y entrevistas. Y toma como gajes del oficio — una amable condena— la proliferación de versiones acerca de su vida, ante las cuales se comporta como un espectador. Un espectador divertido. «Un día subo a un taxi y, cuando le indico al conductor la cancha de Central Córdoba, me mira por el espejito y me pregunta. “¿Lo conoce al Trinche Carlovich? Es amigo mío”. Cuando me bajo le digo: “Si lo ve, mándele saludos”».

 

* Fragmento del libro “Trinche”, de Alejandro Caravario.