viernes 26 de abril del 2024

Evita, Chacho, Messi y otros renunciamientos

Un país en crisis que necesita sí o sí a Messi para mantener la esperanza. La absurda comparación con Maradona y los hashtags que lo subestiman.

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“En otro tiempo, si mal no recuerdo,mi vida era un festín en el que se abría todos los corazones, en el que todos los vinos se derramaban”

Arthur Rimbaud (1854-1891), de “Una temporada en el infierno” (1873).

Argentina no es un país en el que abunden las renuncias. Eva Perón tuvo su renunciamiento histórico en el balcón del Ministerio de Obras Públicas, frente a una multitud que le rogaba que fuera vicepresidenta. Perón no quería, los militares no querían, el cáncer no quería.

Más difícil de explicar fue el caso Urquiza, que abandonó en el muy dudoso combate de Pavón, donde tenía superioridad numérica sobre los porteños y todas las de ganar. Acto seguido, se retiró a su Palacio San José para dedicarse a sus actividades agropecuarias. Mmm…

Lo de Perón refugiándose en la cañonera paraguaya en 1955 fue un retiro prudente, digamos, para no alentar una guerra civil que haría correr más sangre entre argentinos. Otros no creen lo mismo. Había que estar ahí, muchachos.

Sócrates, el filósofo, condenado absurdamente a la pena de muerte por sedición y corrupción, hubiese salvado la vida si sus amigos pagaban una multa, si aceptaba pasar unos días preso o si se escapaba, algo sencillo de hacer. No hubo caso. Sócrates exigió que si había pena, Atenas debía reconocerlo como a los ganadores olímpicos, con alojamiento en un edificio público y manjares a costas de la ciudad. ¿Entonces? Cicuta. La tomó tan serenamente que tuvo tiempo de dejarnos su última, desconcertante frase final destinada a su amigo Critón: “Le debemos un gallo a Asclepio, no olvides de pagárselo”.

Chacho Alvarez renunció a la vicepresidencia en 2000, cuando el país ya caía en picada, con la excusa de haberse enterado de que ¡ops! se pagaban coimas en el Senado. Una decisión menos valiente que naïf. No hubo 17 de octubre para él.

Redondo, el chico de clase media alta que iba a entrenar a Argentinos con el auto importado del papá, renunció a la Selección dos veces. La de Bilardo, con la excusa de sus estudios, porque odiaba su juego y sus maneras. Y la de Pasarella porque no compartía ese estilo manu militari que ponía en peligro su blonda melena. Dos veces, también, lo hizo Riquelme: en 2006, post Mundial, “porque mi mamá sufre mucho cuando me critican” y en 2009 “porque no tengo los mismos códigos que el técnico”. Maradona, claro.

¿Y Messi? ¿Por qué renunció?

Durante los últimos años, la frase era repetida como una advertencia bíblica: “Si lo siguen criticando, un día el chico se va a cansar y no va a venir más”. Afirmación que daba por ciertos dos puntos claves: a) Messi no juega por placer, lo hace como una concesión. b) Messi, en consecuencia, no es de acá. Es extranjero.

Absurdo.

Difícilmente se pueda ser más argentino que Messi. Quien haya vivido un tiempo afuera puede entender mejor esta afirmación. Se fue a Barcelona a los 12 años y en los últimos 17 no se le pegó ni el acento, ni las costumbres, ni el estilo catalán. Allí vive rodeado de su familia y amigos, todos argentinos, muchos de ellos rosarinos.

En Barcelona, un club difícil en situaciones críticas, que tuvo y despidió en poco tiempo a cracks como Ronaldo, Romario o Maradona, el hecho de no ganar, o ganar poco, ya es un problema.

Hace diez años que Messi convive con esas presiones. Debe ganar, también, porque eso le exigen quienes invierten millones en su imagen. Un jugador con cinco Balones de Oro y muchos años disputando el primer lugar del podio con Cristiano Ronaldo, sin terceros con chances, no suele quebrarse así nomás.

¿Entonces? ¿Qué le pasó?

Maradona, el mismo que como al pasar dijo: “Si no ganan, que no vuelvan”, no fue menos brutal en el mensaje que les envió a sus viejos compañeros, a treinta años del Mundial ganado: “Cada segundo que pasa somos más grandes porque nos jugamos los dos huevos en el Azteca. Y no fuimos a jugar con Chile: ¡le ganamos a Alemania…!”. Oportunísimo.

Ahora, involuntariamente autocrítico, de pronto entiende al chico “sin personalidad”: “Lo que Messi nos está diciendo a todos los argentinos es ‘déjense de hinchar las pelotas’. A ver si lo entendemos. Nos dijo ‘perdimos otra final y cuando me llamen lo voy a pensar. Ahora no quiero hablar más del tema’. Y me parece fantástico”.

Maradona siempre necesitó de un enemigo, de la dicotomía nosotros/ellos para pelear, para cargarse de furia y hacer de un partido de fútbol o su propia vida un relato épico, heroico, siempre al límite. Por eso es amado u odiado. Por eso es mito y bandera del país de la perpetua crisis.

Messi gana en Europa y acá le cuesta. No porque lo marquen con más dureza, sino porque lo han colocado a la fuerza en el mismo lugar simbólico que Maradona, el líder estrafalario, desmesurado. Messi, formado en la rigurosa y ascética La Masía, es su opuesto perfecto.

Nombrarlo capitán fue simbólico. Pretender que gane todo solo, o que con su virtud desmienta la cruel indiferencia del mundo que se niega a aceptar nuestra genialidad, es demasiado.

El Tata Brown, con candor, dijo: “Los del 86 lo vamos a convencer”. Carlitos Tevez cree que se va por el caos de la AFA. Rodríguez Larreta posa con un cartelito. En fin.

Tres finales perdidas una detrás de la otra, tres empates en los 90 minutos, 360 minutos –¡seis horas! – sin que los “mejores delanteros del mundo” hagan un gol, un penal a las nubes. Messi se hartó. De los 23 años en blanco y de tanto bla bla. Convencerlo con cadenas de oración, hashtags, convocatorias para demostrarle cuánto se lo ama o estatuas es, una vez más, subestimarlo. Tratarlo como a un nene bobo.

Ojalá Messi supere las presiones económicas de los sponsors y pueda tomarse un tiempo largo. Lo más seguro es que juegue en Rusia, donde su facturación hablará en cifras de ocho dígitos. Mientras tanto, podrá dedicarse a lo suyo y sentirse libre, él mismo.

Lo suficiente lejos de este manicomio con fronteras como para amarlo, más allá de todo.